Noto su mirada en mi espalda. Pero quizás me equivoque. No debería
girarme. No debería importarme.
Me lo repita una vez. Y otra. Y otra,…
Lentamente, como si estuviera sumergido en denso mercurio, me giro. A
través del corredor del supermercado, nuestros ojos se encuentran, las miradas
se cruzan. En su cara se dibuja una leve, dulce sonrisa. Noto que en mi cara
también. ¿Quién de los dos sonrió primero? No lo sé. Y, maldita sea, no debería
importarme.
Debido a la distancia, vuelve a gesticular para repetir la proposición
de quedar para tomar un café por la tarde. Sin dejar de sonreír, vuelvo a negar
con la cabeza.
No tengo claro el porqué, pero siento que no puedo aceptar. Que no
puedo ¿enamorarme de ella? Quizás lo vea como una debilidad, quizás vea que no
nos llevaría a ningún sitio. No lo sé.
Giro de nuevo, sin poder quitármela de la mente. Sus cara, sus ojos, su
sonrisa. Respiro profundamente y vuelvo a intentar borrarla de la mente. Pero
es inútil. Sólo existe ella, como un espíritu, que no deja de sonreírme con
dulzura mientras el resto de la realidad queda apartada por el ruido de motores
de congelador.