Apenas ha empezado a salir el sol y, aunque su luz ya ilumina el pueblo, todo está cubierta por un ténue velo grisáceo. La luz es débil y el calor del sol es incapaz de calentar a una gente que va tan abrigada que es imposible identificarles más que por la leve rendija no cubierta donde tienen los ojos. De acuerdo, de acuerdo. Excepto en mi caso. Estoy trabajando y a parte del jersey encima del polo y una camiseta debajo de ellos no llevo nada más. Me encanta sentir la caricia del invierno en mi rostros, en mis brazos. Una vez me dijeron que como soy una persona muy fría emocionalmente, por eso me gustan tanto las temperaturas bajas. Si eso es verdad o no, no lo sé, ni importa, sinceramente.
Cuando estoy cruzando el puente sobre el río, lo veo. Allí la veo. Tan quieta, tan bella, tan perfecta que no puedo evitar sonreír. Echó una fugaz mirada al reloj. Tengo unos minutos de sobra. Así que sin dudarlo ni un momento, apenas acabo de cruzar el puente bajo por unas escaleras a la orilla del río y me quedo mirando a la garza real.
Cada vez que veo a una, me animo. No sé porque, pero es una sensación maravillosa. Especialmente cuando se trata de una en pleno vuelo, libre de ataduras, libre para moverse adonde quiera, libre, incluso, de la gravedad.
A menudo, he soñado con ser un pájaro y poder, con sólo mi esfuerzo, poder levantarme del suelo, poder surcar los aires, atravesar las nubes algodonosas, hacer carreras con las tormentas. Ser libre en ese inmenso medio transparente. Liberarme de todo, incluso de las leyes de la física que me atraen una y otra vez de manera inexorable al suelo. Volar tiene que ser tan magnífico.
No dejo de observar a la garza ni un segundo, cuando de repente, como activada por un resorte, se incorpora y da un par de zancadas mientras bate sus alas, alzándose grácilmente del agua. Sonrió mientras la veo alejarse y el aire frío de la mañana me deja en la cara una sensación a cristales de hielo.
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