17 de julio de 2009

Ruidos a Charca y Cañaveral

Delante de mí se encuentra un gran estanque, reflejando, como si de un ondulante espejo se tratara, las montañas que cierran el valle donde se encuentra. Un tupido mar de cañaverales marca sus límites y de él surge una discorde melodía, croar de ranas, zumbido de insectos y trinar de pájaros. Por separado, cada uno de ellos goza de una harmonía propia, característica. Unidos, todos ellos, pierden su individualidad, creando una composición vacía de todo artificio; un canto natural que no habla a los oídos, sino a una parte más interna de mi ser. No a mi alma, o mi espíritu, no tengo claro que siquiera lleguen a existir. Se trata más bien de aquella parte que es consciente de que forma parte de algo más, de algo más grande que una sola persona.

En el desvencijado embarcadero, cuyas maderas rechinan a cada paso, se encuentran junto a mí, dos buenos amigos. Al encontrármelos en el campo visual, no puedo evitar sonreír. Se trata simplemente de lo mismo. De la sensación de formar parte de algo más. De poder confiar en otras personas como en uno mismo. De sentir que no estás sólo frente al resto del mundo.

Un pequeño pez plateado, salta en el aire, rompiendo la superficie del lago. Me tumbo de nuevo en el embarcadero y cierro los ojos. A nuestro alrededor siguen los ruidos a charca y cañaveral.

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