24 de agosto de 2009

El caballero Percival y la bruja Nimué

Esta fábula no es mía, pero la leí hace tiempo y siempre me ha parecido interesante, así que hoy os la regalo, aunque reconozco que he cambiado algunos detalles para hacerla más mía.

Esta historia nos lleva a una época antigua, una época de espada y brujería, la época del Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, tiempo de hechicería y castillos de puentes levadizos, tiempo de intrigas y batallas heroicas, tiempo de dragones mágicos que arrojan fuego por la boca y de paladines de honor y valor ilimitados.

Pero el caso es que el rey Arturo había enfermado. En tan solo dos semanas su debilidad lo había postrado en su cama y ya apenas no comía. Todos los médicos de la corte fueron llamados para curar al monarca pero ninguno era capaz de diagnosticar su mal. Y pese a todos los cuidados, el rey no paraba de empeorar

Una mañana, mientras los sirvientes aireaban la habitación donde el rey yacía dormido, uno de ellos le dijo a otro con tristeza:

- Morirá…

En el cuarto estaba Sir Percival, el más heroico y apuesto de los caballeros de la mesa redonda y uno de los más fieles amigos de Arturo. Percival escuchó el comentario del sirviente y se puso de pie como un rayo, tomó al sirviente de las ropas y le gritó:

- Jamás vuelvas a repetir esa palabra, ¿entiendes? Arturo vivirá, el rey se recuperará…. Sólo necesitamos encontrar al médico que conozca su mal, ¿te ha quedado claro?

El sirviente, temblando, se animó a contestar:

- Lo que pasa, señor, es que Arturo no está enfermo, está embrujado.

No olvidemos que eran épocas donde la magia era tan lógica y natural como la ley de gravedad.

- ¿Por qué dices eso de una maldición? - preguntó Percival.

- Tengo muchos años, mi señor, y he visto decenas de hombres y mujeres en esta situación, y solamente uno de ellos ha sobrevivido.

- Si es así, eso quiere decir que existe una posibilidad… Dime cómo lo hizo ése, el que escapó de la muerte.

- Se trata de conseguir la ayuda de un brujo más poderoso que el que realizó el conjuro; si eso no se hace, el hechizado muere.

- Estoy seguro de que debe haber en Camelot un hechicero suficientemente poderoso, - dijo Percival - y si no está en el reino lo iré a buscar del otro lado del mar y lo traeré.

-Por lo que yo sé hay solamente dos personas suficientemente poderosas como para curar a Arturo, Sir Galahad; uno es Merlín, que ahora se encuentra en Avallach y tardaría al menos dos semanas en llegar y no creo que nuestro rey pueda soportar tanto.

- ¿Y la otra?

El viejo sirviente bajó la cabeza moviéndola de un lado a otro negativamente.

- La otra es Nimué, la bruja de la montaña… Pero aun cuando alguien fuera suficientemente valiente para ir a buscarla, lo cual dudo, ella jamás vendría a curar al rey que la expulsó del palacio hace tantos años.

La fama de Nimué era realmente siniestra. Se sabía que era capaz de transformar en su esclavo al más bravo guerrero con solo mirarlo a los ojos; se decía que con solo tocarla se le helaba a uno la sangre en las venas; se contaba que hervía a la gente en aceite para comerse su corazón. Pero Arturo era el mejor amigo que Percival había tenido en la vida, había batallado a su lado cientos de veces, había escuchado sus penas más banales y las más profundas. No había riesgo que él no corriera por salvar a su soberano, a su amigo y a la mejor persona que había conocido nunca. Percival calzó su armadura y montando su caballo se dirigió a la montaña Negra donde estaba la cueva de la bruja Nimué.

Apenas cruzó el río, notó que el cielo empezaba a oscurecerse. Nubes opacas y densas perecían ancladas al pie de la montaña. Al llegar a la cueva, la noche parecía haber caído en pleno día. Percival desmontó y caminó hacia el agujero en la piedra. Verdaderamente, el frío sobrenatural que salía de la gruta y el olor fétido que emanaba del interior lo obligaron a replantear su empresa, pero el caballero resistió y siguió avanzando por el piso encharcado y el lúgubre túnel. De vez en cuando, el aleteo de un murciélago lo llevaba a cubrirse instintivamente la cara.

A quince minutos de marcha, el túnel se abría en una enorme caverna impregnada de un olor acre y de una luz amarillenta generada por cientos de velas encendidas. En el centro, revolviendo una olla humeante, estaba Nimué

Era una típica bruja de cuento, tal y como se la había descrito su abuela en aquellas historias de terror que le contaba en su infancia para dormir y que lo desvelaban fantaseando la lucha contra el mal que emprendería cuando tuviera edad para ser un caballero de Camelot. Allí estaba, encorvada, vestida de negro, con las manos alargadas y huesudas terminadas en larguísimas uñas que parecían garras, los ojos pequeños, la nariz ganchuda, el mentón prominente y la actitud que encarnaba el espanto.

Apenas Percival entró, sin siquiera mirarlo Nimué le gritó:

- ¡Vete antes de que te convierta en un sapo o en algo peor!

- Es que he venido a buscarte, —dijo Percival— necesito ayuda para mi amigo que está muy enfermo.

- Je… je… je… - rió ácidamente Nimué - Sé quien eres, Percival de Camelot. Así que Arturo está embrujado y a pesar de que no he sido yo quien ha hecho el conjuro, nada hay que puedas hacer para evitar su muerte.

- Pero tú… seguro que tú eres más poderosa que quien hizo el conjuro, Nimué. Tú podrías salvarlo. - argumentó Percival.

- Pero, ¿por qué haría yo tal cosa? - preguntó la bruja recordando con resentimiento el desprecio del rey.

- Por lo que pidas, - dijo Percival - me ocuparé personalmente de que se te pague el precio que exijas, sea cual sea.

Nimué miró al caballero. Era ciertamente extraño tener a semejante personaje en su cueva pidiéndole ayuda. Aun a la luz de las velas Galahad era increíblemente apuesto, lo cual sumado a su porte lo convertía en una imagen de la gallardía y la belleza.

La bruja lo volvió a mirar de reojo y anunció:

- El precio es este: si curo al rey y solamente si lo curo….

- Lo que pidas… - dijo Percival.

- Te casarás conmigo.

Percival se estremeció. No concebía pasar el resto de sus días conviviendo con Nimué pero, sin embargo, era la vida de Arturo. Cuántas veces su amigo había salvado la suya durante una batalla. Le debía no una, sino cien vidas… Además, el reino necesitaba de la guía de Arturo.

- Así sea, - dijo el caballero - si curas a Arturo te desposaré, tienes mi palabra. Pero por favor, apúrate, temo llegar al castillo y que sea tarde para salvarlo.

En silencio, Nimué tomó una maleta, puso unos cuantos frascos de polvos y brebajes en su interior, recogió una bolsa de cuero llena de extraños ingredientes y se dirigió al exterior, seguida por Percival.

Al llegar afuera, Sir Percival trajo su caballo y con el cuidado con que se trata a una reina ayudó a Nimué a montar en la grupa. Montó a su vez y empezó a galopar hacia el castillo real. Una vez en el castillo, gritó al guardia para que bajara el puente, y éste con reticencia lo hizo. Franqueado por la gente de aquella fortaleza que murmuraba sin poder creer lo que veía o se apartaba para no cruzar su mirada con la horrible mujer, Percival llegó a la puerta de acceso a las habitaciones reales.

Con la mano impidió que Nimué se bajara por sus propios medios y se apuró a darle el brazo para ayudarla. Ella se sorprendió y lo miró casi con sarcasmo.

- Si vas a ser mi esposa, - le dijo él - debes ser tratada como tal.

Apoyada en su brazo, Nimué entró en la recámara real. El rey había empeorado desde la partida de Sir Percival; ya no despertaba ni se alimentaba.

El caballero mandó a todos a abandonar la habitación. El médico personal del rey pidió permanecer y Percival consintió.

Nimué se acercó al cuerpo de Arturo, lo olió, dijo algunas palabras extrañas y luego preparó un brebaje de un desagradable color verde que mezcló con un junco. Cuando intentó darle a beber el líquido al enfermo, el médico le tomó la mano con dureza.

- No. - dijo - Yo soy el médico y no confío en brujerías. Fuera de…

Y seguramente habría continuado diciendo “…de este castillo”, pero no llegó a hacerlo; Percival estaba a su lado con la espada cerca del cuello del médico y la mirada furiosa.

- No toques a esta mujer; - dijo Percival - y el que se va eres tú… ¡ahora! - gritó.

El médico huyó asustado. Nimué acercó la botella a los labios del rey y dejó caer el contenido en su boca.

- ¿Y ahora? - preguntó Percival.

- Ahora hay que esperar. —dijo Nimué.

Ya en la noche, Percival se quitó la capa y armó con ella un pequeño lecho a los pies de la cama de Arturo. Él se quedaría en la puerta de acceso cuidando de ambos.

A la mañana siguiente, por primera vez en muchos días, el rey despertó.

- ¡Comida! - gritó - Quiero comer… Tengo mucha hambre.

- Buenos días majestad. - saludó Galahad con una sonrisa, mientras hacía sonar la campanilla para llamar a la servidumbre.

- Mi querido amigo, - dijo el rey - siento tanta hambre como si no hubiese comido en semanas.

Es que no has comido en semanas. —le confirmó Galahad sonriendo.

En eso, a los pies de su cama apareció la imagen de Nimuémirándolo con una mueca que seguramente reemplazaba en ese rostro a la sonrisa. Arturo creyó que era una alucinación. Cerró los ojos y se los refregó hasta comprobar que, en efecto, ella estaba allí, en su propio cuarto.

- Nimué, te he dicho cientos de veces que no quería verte cerca de palacio. ¡Fuera de aquí! - ordenó el rey.

- Perdón majestad, - dijo Percival - pero debes saber que si la echas me estás echando también a mí. Es tu privilegio echarnos a ambos, pero si se va Nimué me voy yo.

- ¿Te has vuelto loco? - preguntó Arturo - ¿Adónde irías tú con este monstruo infame?

- Cuidado Arturo, eres mi amigo, pero estás hablando de mi futura esposa.

- ¿Qué? ¿Tu futura esposa? Yo he querido presentarte a las jóvenes casaderas de las mejores familias del reino, a las princesas más codiciadas de la región, a las mujeres más hermosas del mundo, y las has rechazado a todas. ¿Cómo vas ahora a casarte con ella?

Nimué se arregló burlonamente el pelo y dijo:

- Es el precio que ha pagado para que yo te cure.

-¡No! - gritó el rey - Me opongo. No permitiré esta locura. Prefiero morir.

- Ya está hecho, majestad. - dijo Percival.

- Te prohibo que te cases con Nimué. - ordenó Arturo.

- Majestad, - contestó Percival - existe solo una cosa en el mundo más importante para mí que una orden tuya, y esa es mi palabra. Yo hice un juramento y me propongo cumplirlo. Si tú te murieses mañana, habría dos eventos en un mismo día.

El rey comprendió que no podía hacer nada para proteger a su amigo de su juramento.

- Nunca podré pagar tu sacrificio por mí, Percival, eres más noble aún de lo que siempre supuse. - Arturo se acercó a Percival y lo abrazó - Dime alo que sea que pueda hacer por ti.

A la mañana siguiente, a pedido del caballero, en la capilla del palacio el sacerdote casó a la parePercival su bendición y un pergamino en el que cedía a la pareja los terrenos del otro lado del río y la cabaña en lo alto del monte.

Cuando salieron de la capilla, la plaza central estaba inusualmente desierta; nadie quería festejar ni asistir a esa boda; los corrillos del pueblo hablaban de brujerías, de hechizos trasladados, de locura y de posesión…

Percival condujo el carruaje por los ahora desiertos caminos en dirección al río y de allí por el camino alto hacia el monte. Al llegar, bajó presuroso y tomando a su esposa amorosamente por la cintura la ayudó a bajar del carro. Le dijo que guardaría los caballos y la invitó a pasar a su nueva casa.

Percival se demoró un poco más porque prefirió contemplar la puesta del sol hasta que la línea roja terminó de desaparecer en el horizonte. Recién entonces Sir Percival tomó aire y entró.

El fuego del hogar estaba encendido y, frente a él, una figura desconocida estaba de pie, de espaldas a la puerta. Era la silueta de una mujer vestida en gasas blancas semitransparentes que dejaban adivinar las curvas de un cuerpo cuidado y atractivo.

Percival miró a su alrededor buscando a la mujer que había entrado unos minutos antes, pero no la vio.

- ¿Dónde está mi esposa? - preguntó.

La mujer giró y Percival sintió su corazón casi salírsele del pecho. Era la más hermosa mujer que había visto jamás. Alta, de tez blanca, ojos claros, largos cabellos rubios y un rostro sensual y tierno a la vez. El caballero pensó que se habría podido enamorar de aquella mujer en otras circunstancias.

- ¿Donde está Nimué, mi esposa? - repitió, ahora un poco más enérgico.

La mujer se acercó un poco y en un susurro le dijo:

- Tu esposa, querido Percival, soy yo.

- No me engañas, yo sé con quién me casé - dijo Galahad - y no se parece a ti en lo más mínimo.

-Has sido tan amable conmigo, querido Galahad, has sido cuidadoso y gentil conmigo aun cuando sentías que aborrecías mi aspecto, me has defendido y respetado tanto como nadie lo hizo nunca, que te creo merecedor de esta sorpresa… La mitad del tiempo que estemos juntos tendré este aspecto que ves, y la otra mitad del tiempo, el aspecto con el que me conociste… - Nimué hizo una pausa y cruzó su mirada con la de Sir Percival - Y como eres mi esposo, mi amado y maravilloso esposo, es tu privilegio tomar esta decisión: ¿Qué prefieres, esposo mío? ¿Quieres que sea ésta de día y la otra de noche o la otra de día y ésta de noche?

Dentro del caballero el tiempo se detuvo. Este regalo del cielo era más de lo que nunca había soñado. Él se había resignado a su destino por amor a su amigo Arturo y allí estaba ahora pudiendo elegir su futura vida. ¿Debía pedirle a su esposa que fuera la hermosa de día para pasearse ufanamente por el pueblo siendo la envidia de todos y padecer en silencio y soledad la angustia de sus noches con la bruja? ¿O más bien debía tolerar las burlas y desprecios de todos los que lo vieran del brazo con la bruja y consolarse sabiendo que cuando anocheciera tendría para él solo el placer celestial de la companía de esta hermosa mujer de la cual ya se había enamorado?

Sir Percival, el noble y justo Sir Percival, pensó y pensó y pensó, hasta que finalmente levantó la cabeza y habló:

- Ya que eres mi esposa, Nimué, mi amada y elegida Nimué, te pido que seas… la que tú quieras ser en cada momento de cada día de nuestra vida juntos…

Cuenta la leyenda que cuando Nimué escuchó esto y se dio cuenta de que podía elegir por sí misma ser quien ella quisiera, decidió ser todo el tiempo la más hermosa de las mujeres.

Cuentan que desde entonces, cada vez que nos encontramos con alguien que, con el corazón entre las manos, nos autoriza a ser quienes somos, invariablemente nos transformamos.

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