6 de agosto de 2009

Verano de 1176

Un grupo de gaviotas chillaba animadamente ante la llegada de un nutrido grupo de barcos mercantes. Estos siempre representaban una abundante fuente de comida para esos pájaros carroñeros que tanto abundaban en las poblaciones humanas costeras.

Roger sonrió ante el grito de esas aves mientras una suave brisa marina le acariciaba el pelo largo. Todo era tan diferente de casa. De ese pequeño valle en el que había crecido y que ahora quedaba tan, tan lejos.

Hacía ya más de un año que había abandonado su hogar en los Pirineos y en todo este tiempo, el mundo había crecido enormemente. No, se obligó a pensar, el mundo no ha crecido, siempre ha sido igua de grande es sólo que ahora sé más cosas de él.

De camino a Marsella se habían cruzado con un grupo de cátaros. Pese a ser cristianos como ellos, veían algunas cuestiones de manera muy diferente a como siempre le habían enseñado. Al principio, a Roger le fue muy sencillo pensar que simplemente estaban equivocados. Al fin y al cabo, los cátaros eran un grupo pequeño que se encontraba sólo al otro lado de los Pirineos y ellos, los verdaderos cristianos estaban por todas partes. A medida que iba avanzando el viaje, empezó a cambiar su punto de vista y se lamentaba de no haber aprovechado la oportunidad de aprender algo más de ellos.

En Marsella en el barco en el que embarcaron viajaban también varias familías judías. Pero, sobre todo, estaba Judith. Una mujer de veinticinco años que se había quedado viuda recientemente y que volvía a Italia con su familía. Todo en su figura era embriagante y sensual y le enseñó a Roger un mundo nuevo de sensaciones y placeres. Ahora, que llegaba finalmente a su meta, todavía podía sentir en sus dedos el recuerdo de la suave piel de la mujer judía.

A su lado el caballero de Montcada desembarcó en el puerto de Paphos y casi por pura inercia Roger le siguió. Que fácil había sido irse de casa de sus padres el año anterior. El mundo era tan pequeño, tan sencillo. Ellos, los cruzados, eran lo buenos y tenían el deber de vencer al perro infiel y recuperar Tierra Santa. Pero ya no lo veía tan claro.

Lo que antes era una simple composición de blanco y negro ahora se había convertido en un matiz de grises. ¿Estaría haciendo lo correcto?

Mientras seguía con el debate interno, Roger Desllor siguió el camino que le llevaría al capítulo de la Orden de los Caballeros del Hospital de San Juan, donde sería ordenado Caballero de Honor y Devoción.

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