23 de marzo de 2011

Invierno de 1179

Roger se tumbó en el camastro. Afuera, el sol se había ya puesto y al día siguiente tenía que estar preparado temprano, pues tenían órdenes de partir al alba. Pero Roger sabía que el sueño le sería esquivo. Como le llevaba sucediendo los últimos días.

Nada ni nadie le había preparado para eso. Ni las historias que su padre le contaba en el regazo, ni su tiempo con el caballero de Montaca, y mucho menos los años de novicio en Chipre. Nada le había preparado para los horrores de la guerra.

Cuando finalmente conseguía, no sin esfuerzo, empezar a dormir, una y otra vez le volvían a la mente los recuerdos del campo de batalla. Los gritos de los moribundos implorando que alguien acabara su sufrimiento, el olor metálico y ligeramente dulzón de la sangre y las vísceras.

Los cuervos y buitres, por doquier alimentándose de los cadáveres, eran los únicos vencedores de esos combates.

Había momentos, sobretodo cuando se echaba a dormir, que llegaba a envidiar a sus compañeros. Su fundamentalismo les permitía dormir tranquilos por la noche y entablar combate sin duda alguna. Sin que se les pase por la cabeza que delante de si está otro ser humano como ellos.

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