11 de febrero de 2011

Gaeilge Seoladh Riomhphoist

El grupo de cinco personas empezamos a descender la ladera de la montaña hacia la pequeña población que ocupa el estrecho valle y que tenemos que cruzar para llegar a nuestro destino. Adónde nos dirigimos o la razón de nuestro andar se me escapan, igual que la identidad de la gente que camina junto a mí. Los conozco, de eso estoy seguro. De hecho, sé que les conozco bien, es sólo que, bueno, ahora mismo no sé quiénes son. Hasta el punto de que no sé si se trata de hombres o mujeres, aunque creo que de los cuatro, dos o tres de ellos son hombres. Más allá de eso, no me atrevo a aventurar nada.

Finalmente, llegamos al pueblo y empezamos a cruzar sus calles, cuando por alguna razón que se me escapa, la única manera de proseguir en nuestro camino es a través de las casas, que forman una especie de muralla entre dos partes del pueblo. Ni cortos, ni perezosos, abrimos las puertas de una de las casas y entramos con total tranquilidad, encontrándonos en el salón de estar a una pareja en la treintena que sin mostrar sorpresa alguna nos indica que para proseguir, debemos subir al segundo piso y recorrer el pasillo que conecta con otra casa. Sin más demora, subimos las escaleras de ese casa de paredes color salmón y abrimos una pesada puerta de madera gastada que daba paso a un pasillo en las paredes del cual, la pintura estaba envejecida y se respiraban ciertos rastros de moho.

Varios metros después, nos aguardaba otra puerta, similar a la anterior y, tras abrirla, entramos en el salón comedor, de paredes beige, de otra casa. De pie, una mujer rubia de cuarenta y pico años sostiene en brazos a una niña, rubia también, de alrededor de un año. Cerca de ellas, sentada en un sofá y viendo la televisión se encuentra una joven de pelo pajizo. Al entrar en la escena, la niña se me queda mirando y me dirige una gran sonrisa de ángel. Sin dudarlo, me acerco a ella y empiezo a jugar con ella, mientras el resto de mis compañeros de viaje se lanzan hacia la joven del sofá.

La mujer de mediana edad, me mira con una sonrisa y me acerca a la niña para que la sostenga en brazos. La cojo con suavidad pero de manera firme y, mientras pasó una mano por su cabello, levanta su mirada hacia mí y clava sus ojos azules en los míos. Unos ojos de un azul profundo idénticos a los de mi sobrina. Por mi lado, pasan el resto de compañeros decididos a proseguir el viaje, así que dándole las gracias, retorno a la niña a la mujer de mediana edad y, cuando me giro para irme yo también, alguien me llama por detrás.

Vuelvo a girarme y me encuentro con que la joven se ha levantado del sofá y se acerca a mí. Ahora que la veo de cerca, me doy cuenta de que no es tan joven como parecía, debe tener más o menos mi misma edad. Sus facciones suaves y su sonrisa no me son desconocidas, pero no acabo de tener claro a quién me recuerdan. Con un papel y dos bolígrafos en la mano se acerca hasta mí y me propone de que nos intercambiemos las direcciones de correo electrónico. La situación me hace gracia y accedo. Parte en dos el papel y cada uno cogemos uno de los bolígrafos y nos ponemos a escribir. Acabada la tarea, nos pasamos los papeles y, cuando vemos la dirección del otro, al unísono nos ponemos a reír. Ambas direcciones están en gaélico. Volvemos a dejar los papeles en la mesa y nos miramos mientras seguimos riendo.

Abre la boca para hablar, cuando del piso de abajo llegan los gritos de mis compañeros llamándome.

Despierto.

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